martes, 6 de noviembre de 2012

El coronel Franco, uno de los héroes ejemplares de la Epopeya del Chaco, y líder del gobierno reformista y de origen autoritario de 1936, al fin descansará en el Templo de la patria y Oratorio de la virgen de la Asunción, inaugurado bajo su corto gobierno







El coronel Rafael Franco, la espada más temible del Ejército
Paraguayo en la Guerra del Chaco, según el mercenario general alemán Hans Kundt, al frente de las tropas bolivianas por relativamente poco tiempo. En la inmediata posguerra Franco encabezó el gobierno de la “Revolución Libertadora”, un régimen político autoritario “blando”, y reformista en lo social (Foto gentileza de Carmen Franco y familia, Resistencia, Chaco, Argentina)


Todavía no han sido depositados en el Panteón de los Héroes los restos mortales del coronel (SR) Rafael Franco Ojeda (1896-1973), decidido en estricta justicia por ley del Congreso, cuando ya se escucha el petardeo sectario e inmisericorde de parte de algunos sectores, para presentarlo, a veces como un típico golpista militarista paraguayo y latinoamericano, o bien estigmatizándolo por supuestamente haber sido un gobernante “totalitario” de izquierdas o derechas. Similares calificativos peyorativos e infamantes, política e ideológicamente, corrió su más antiguo camarada de armas, después comandante en jefe paraguayo en el teatro chaqueño de operaciones y más adelante rival político, el general José Félix Estigarribia (1888-1940), quien también con justos títulos de héroe nacional, descansa en el templo de la Patria después de su trágico deceso, ocurrido en setiembre de 1940.

Un solo ejemplo basta para pintar en cuerpo entero a Franco, a quien no hacen mella las pequeñeces de sus detractores, mínimos humanamente en comparación con el héroe en la guerra y reformador social en lo político, esto último inevitablemente entonces por la vía autoritaria. El 15 de diciembre de 1933 fue ascendido por decreto número 50.222 al grado de Coronel de la Nación, por “méritos de guerra”. Esto ocurrió después de haber rendido a las IV y IX Divisiones del Ejército Boliviano en Campaña, tras ejemplares maniobras estratégicas y tácticas, concebidas bajo su responsabilidad y más allá de las órdenes recibidas, y comandando la Primera División de Infantería del Ejército Paraguayo en el Chaco.

La rendición se produjo el 11 de diciembre de 1933, en el cañadón Teniente Gilberto López, de los campos de Gondra. Las tropas paraguayas capturaron allí a 250 jefes y oficiales bolivianos y a 8 mil soldados, y confiscaron 24 piezas de artillería, 60 morteros, mil ametralladoras, 11 mil fusiles, 80 camiones y millones de cartuchos. La audacia responsable de Franco permitiría enseguida a Estigarribia completar la estratégica batalla de Zenteno que culminaría con otra épica victoria, la de Campo Vía.

En estas páginas, extraídas de un libro de nuestra autoría (“Franco, Estigarribia y la crisis de la dominación liberal. Crítica de la interpretación ‘totalitaria’ del 17 de febrero [1936] y del 18 de febrero [1940]”, que será editado a principios de 2013 por UNA-Intercontinental Editora) se ofrecen al lector algunas pistas (sin citas ni referencias bibliográficas) para interpretar ambos acontecimientos históricos, de contenido autoritario.

Ambos procesos se dieron en el marco de la interminable crisis de Estado que vivía el Paraguay desde 1870 en adelante, haciendo momentánea abstracción de la etapa del despotismo republicano, que va de 1814 a 1870, y que en junio pasado tuviera otra manifestación, la más reciente, pero solucionada por medio del juicio político constitucional, que rápidamente está perdiendo legitimidad ante los desaciertos y escándalos de la administración del presidente liberal Federico Franco.

Anómico y anémico Paraguay constitucional
La casi siempre anómica vida, y por ello también muy anémica, del más textual que real “constitucionalismo” paraguayo, nacido de las circunstancias de la tragedia de 1864 a 1870, la del Paraguay sometido a la furia (carente del menor conocimiento en la ciencia y el arte de la guerra), del mariscal Francisco Solano López y su inapelable despotismo, de manera promisoria había empezado a abandonar su tan débil y proverbial institucionalidad, entre 1924 y 1936. Fueron estos, en la historia nacional, los años del mayor acercamiento entre el país real y el legal. La corta edad de oro de la “República liberal” coincidió con la preparación bélica (1924-1932), primero, y después con el Paraguay en guerra.

El conflicto bélico finalizó victoriosamente para el pueblo paraguayo en armas –conducido por ese estadista de quilates mundiales que fuera Eusebio Ayala, y en lo estratégico y militar por el comandante José Félix Estigarribia, subordinado de manera ejemplar al mando constitucional–  pero el país regresó a los tiempos políticamente nublados. Esto, en lo inmediato, a raíz del golpe de Estado militar y civil, obra de los líderes de la revolución del “Ejército Libertador” (1936-1937), que derrocara al gobierno de la victoria del Chaco.

Los revolucionarios “febreristas”, así serían denominados después del 17 de Febrero de 1936, derribaron al mayoritariamente cuestionado “ancien régime” liberal y suspendieron la vigencia de la ley suprema de 1870, inspirada filosófica y políticamente en los valores de las revoluciones Americana y Francesa, trasegados al Paraguay por la vía de la Ley Suprema Argentina de 1853, también de neta definición liberal.

Casi sin solución de continuidad, el 18 de Febrero de 1940, el tiempo político paraguayo se volvió todavía más nublado, debido a la abdicación que hizo de su ideología y de su tradición cívica el tradicional partido Liberal, con la vana intención de restaurar autoritariamente la hegemonía liberal, y con componentes “césaro-estigarribistas”.

En realidad, en esa coyuntura, Estigarribia y los liberales, entre ellos en especial los “cuarentistas”, su círculo aúlico, se comportaron como ejemplo excelente de lo que ha dado en llamarse “aprendices de brujo”, aquellos que desatan los fuegos infernales que después terminarán también reduciendo a cenizas a quienes fueron sus tan eficaces fogoneros. El 18 de febrero de 1940 el general y presidente José Félix Estigarribia, por medio de una “proclama” justificó su decisión de asumir “la plenitud de los poderes políticos” de la República. El art. 1º del decreto número 1 del 18 de febrero de 1940 se inicia así: “Yo, José Félix Estigarribia, General de ejército, Presidente de la República del Paraguay […]”.

Por medio de ese autogolpe palaciego, el acabado de transformarse en mandatario de facto, también: [i] derogó la Constitución de 1870, salvo en lo referido a los derechos y garantías consagrados, y en lo relativo al Poder Judicial y la reemplazó por la carta autoritaria de 1940, redactada por ambiciosos jóvenes “estigarribistas”, quienes así, grosera y de manera muy imprudente, con el “ukase” de su líder, enviaron al limbo del olvido el proyecto constitucional del doctor Cecilio Báez; [ii] decretó una “tregua” política; y [iii] empeñó su palabra en la promesa de convocar a una Convención Nacional para elaborar y promulgar una nueva Ley Suprema.

El 18 de febrero de 1940, con honrosas excepciones la dirigencia del Partido Liberal se convirtió en cómplice del autogolpe de Estado. Meses después el azar en la historia demostraría, una vez más, que si es siempre elevado el riesgo de poner en manos de una persona “providencial” la suerte de una república, los peligros se acrecientan en proporción geométrica cuando en la historia de tal sociedad –cultural y políticamente– impera la tradición autoritaria y su inevitable consecuencia y causa a la vez, un bajísimo nivel de institucionalización.

Crisis de Estado en el Paraguay de la posguerra
Pero Franco y Estigarribia, y sus colaboradores más cercanos, y ni siquiera teniendo presente el decreto 152/36, o la fundamentación del autogolpe del 18 de febrero de 1940, tuvieron proclividad totalitaria alguna. Puede que algunos de los febreristas y otros pocos de los cuarentistas, de manera individual hubiesen estado ganados por las ideologías totalitarias que desde ambos extremos (“izquierda” y “derecha”) pretendían enterrar al liberalismo en el mundo.

Sin embargo, en los líderes de las respuestas autoritarias acabadas de mencionar –las de 1936 y 1940–, estimuladas por la crisis del más formal que real “Estado liberal” paraguayo, y entre sus más prominentes asesores, no hubo proyecto histórico totalitario alguno que haya sido demostrado con evidencia empírica irrefutable, al menos hasta ahora.

En la constitución de 1870 no había nada parecido a la posibilidad de adoptar políticas públicas para hacer frente a la pavorosa cuestión social que se vivía, y que estaba a punto de estallar como una granada de fragmentación en la inmediata posguerra del Chaco. Por tanto no existía la posibilidad de investir a un mandatario con poderes excepcionales y temporales, un Cincinato moderno, con la función única de conjurar la grave crisis de naturaleza interna, y con preocupantes repercusiones externas, convertida en amenaza de la legalidad y legitimidad de la convivencia civilizada.

El constitucionalismo del moderno Estado de derecho de inspiración democrática contempla las “situaciones excepcionales” bajo la forma del recurso a una “dictadura constitucional”, al estilo de lo establecido por el artículo  48 de la constitución alemana de 1919, la de Weimar, y que conduce a “un concepto más amplio […] el de la dictadura comisoria”.

Nada de esto, ni remotamente contemplaba la ley suprema de 1870, que regía de manera tan endeble a nuestro peculiar republicanismo, y por tanto los mandatarios paraguayos carecían de recursos institucionales para enfrentar una situación de profunda y generalizada crisis social y de dominación, como la potenciada incluso por el hecho irrebatible de la guerra acabada de finalizar con la victoria bélica del Paraguay.

En las coyunturas del 17 de febrero (1936) y del 18 de febrero (1940), la teórica institucionalidad liberal no ofrecía ninguna alternativa constitucional para tiempos excepcionales, y tampoco la historia nacional de esos años tan turbulentos brindaría una última oportunidad a los gobernantes de entonces, en el marco de la ficción constitucional de 1870. Se lo impidió una de las manifestaciones típicas de las crisis político-institucionales, revolucionarias o de Estado –como se la quiera denominar– que es el fenómeno de la aceleración del tiempo político.

A estas delicadas cuestiones alude sin pensar ni siquiera remotamente en la realidad paraguaya un intelectual y revolucionario iconoclasta, marxista no encuadrado en ortodoxia alguna, cuando se refiere a los periodos de “crisis orgánica” de una sociedad, que también conceptualiza ya sea como “revolución”, “crisis de hegemonía” o “crisis del Estado en su conjunto”. El pensamiento de Antonio Gramsci (1891-1937), porque de él se trata, es de utilidad para entender el proceso histórico vivido en el Paraguay entre 1936 y 1940 –sin que de ello deba colegirse que las reflexiones del intelectual italiano  surgieran del análisis de la pérdida irreversible de la hegemonía liberal en el Paraguay de aquellos años–, cuando expone lo siguiente:

“[…] En cierto momento de su vida histórica, los grupos sociales se separan de sus partidos tradicionales. Esto significa que los partidos tradicionales, con la forma de organización que presentan, con aquellos determinados hombres que los constituyen, representan y dirigen, ya no son reconocidos como expresión propia de su clase o de una fracción de ella. Cuando estas crisis se manifiestan, la situación inmediata se torna delicada y peligrosa, porque el terreno es propicio para soluciones de fuerza, para la actividad de potencias oscuras, representadas por hombres providenciales o carismáticos. […]”.

El “keynesiano” Eusebio Ayala
Está fuera de toda duda que en el Paraguay de la época que aquí se estudia los partidos políticos tradicionales habían perdido su “élan vital”, sobre todo el liberal, aislado de sus bases sociales como consecuencia del desgaste producido por sus previos gobiernos generalmente insatisfactorios, algo que no logra neutralizar ni siquiera la victoria nacional en la Guerra del Chaco.

Los líderes y la legitimidad del liberalismo paraguayo quedan flotando en el aire, en momentos en que a los inevitables ajustes de una inmediata posguerra se sumarán a las deudas históricas pendientes, derivadas de la siempre postergada cuestión social, ignorada por los liberales clásicos (los “cívicos” en el Paraguay), incapaces de imponerse sobre los también liberales pero “radicales”, en el gobierno desde 1924, pero débiles igualmente para llevar a cabo desde el Palacio de López las urgentes reformas que exigía el tiempo social de la realidad paraguaya.

Acerca de esto se refiere con insistencia el presidente Ayala en su discurso del 3 de octubre de 1935 ante el Congreso. En esa oportunidad, y tardíamente, por cierto, llega incluso a proponer un esbozo de política económica keynesiana de origen local, por ejemplo para corregir la ceguera de una política impositiva favorable a los sectores más pudientes,  perjudicial para todos, en particular negativo para los sectores sociales subalternos. A raíz de ello Ayala advirtió a las élites liberales gobernantes que el dogma del equilibrio fiscal es suicida cuando la producción no puede ser estimulada a causa de ello:

“[…] El país vive, cabe decir, sin impuestos; también por esta razón se ve privado de obras de progreso. El Estado no grava el trabajo nacional, pero tampoco lo ayuda. Es el caso de hacer un cálculo para decir lo que más le conviene al Paraguay: la somnolencia en que yace o una intrépida aventura en busca de algo mejor. Crecer, por obra exclusiva del tiempo, es tan lento y acobardante que esperar así la prosperidad es propio de la filosofía de los faquires. Nuestra política financiera y económica tiene que orientarse, a nuestro entender, hacia estas dos finalidades: vigorizar el tesoro público con nuevas rentas y abrir un amplio renglón en el presupuesto, dedicado a estimular la economía nacional.

“En el presupuesto hay una parte estática y una parte dinámica. Tenemos que tratar de mantener la primera dentro de cifras razonables y ser pródigos en la segunda parte. Necesitamos inversiones considerables para constituir el utillaje nacional. Estas inversiones serán pronta y ampliamente reproductivas. […]

“[…] Hablar de presupuestos equilibrados y de profundas economías cuando estamos en presencia de semejantes problemas, nos parece un triste y cruel absurdo. El equilibrio del presupuesto no hará brotar del suelo las cosechas: en cambio, las cosechas equilibrarán nuestros gastos y nuestros recursos. Comparemos nuestra economía con la de otros países del mismo grado de evolución social y hemos de ver nuestro notable atraso. La cuestión, pues, es salir cuanto antes de la estagnación y de la miseria, por los mismos medios que fueron puestos en práctica en las naciones vecinas. El misticismo de los dogmas no nos sacará de apuros. ¿Qué importa que el presupuesto sea equilibrado y que la moneda sea estable si el pueblo no conoce más que la pobreza y ni siquiera goza del aliento de la esperanza? […]”. 




El análisis del presidente Ayala del Paraguay, expuesto públicamente cuando estaba finalizando el año 1935, demuestra que no era un gobernante “oligárquico”, sino un auténtico hijo de su tiempo y de nuestra tierra quien, solitario, cargaba sobre los propios hombros el peso de la ética y la moral de la responsabilidad, fruto de una extraordinaria y cultivada capacidad para darse cuenta incluso de qué debía ser preservado del liberalismo y qué desechado como contenido meramente dogmático y por ello inservible.


Fue una desgracia para el Paraguay que no lo escuchara su propio partido, cuando otras fuerzas políticas, como los colorados, por ejemplo, carecían de la menor posibilidad de influir sobre la realidad, con ideas y políticas coherentes, pragmáticas y de bien público. La aspirante a tercera fuerza política, la Liga Nacional Independiente (LNI), no había alcanzado aún el estatus de una verdadera organización partidaria capaz de influir cívicamente en la crítica realidad.

Los comunistas paraguayos, de su parte, y recién llegados en 1927 a las luchas políticas locales, con la fundación del Partido Comunista Paraguayo (PCP), carecían de legitimidad. Esto fue el inevitable resultado, sobre todo, del suicidio político que significó el haber saboteado la defensa nacional en la cuestión del Chaco, por mínimo que haya sido en los hechos el impacto local de esta traición del PCP al Paraguay en guerra.

Los comunistas paraguayos, al igual que otros similares en el mundo, nacieron como organización partidaria férreamente subordinados al dogmatismo político ideológico de la Internacional Comunista de la época, más conocida como Tercera Internacional –existió entre 1919 y1943– y que tendría una gran influencia sobre los primeros movimientos revolucionarios de clase en América Latina, desde el triunfo de la Revolución Bolchevique. Esta reflejaba predominantemente los intereses y necesidades de Moscú, que eran impuestos a los partidos subordinados del exterior. En el caso paraguayo esta regla se cumplió estrictamente por medio de los disciplinados comunistas argentinos. Estos, nacidos en 1918, ya habían demostrado fidelidad al Kremlin, convertido en el corazón del bolcheviquismo desde 1917 y hasta 1922, y desde entonces sometido al genocida Stalin, quien consolidaría el modelo totalitario soviético.

Líderes autoritarios y carismáticos
En las circunstancias políticas descritas, en la inmediata pos Guerra del Chaco, los nuevos actores sociales –que empezaran a gestarse como tales en las trincheras del Chaco, resultado de la amalgama del ciudadano en ciernes, sobre todo el campesino, con el soldado–  harían su irrupción en el Paraguay, con la novedad de la moderna política de masas, adaptada a la realidad de la estructura económica de un país sin grandes urbes industriales y por ende sin proletariado.

Estos grupos sociales emergentes, enfrentados en su nacimiento nada menos que con la crisis de la dominación liberal, más que a un proyecto político definido seguirían a un líder carismático como el coronel Franco, que nada tenía de totalitario. El recurso al liderazgo carismático también lo emplearían con éxito cortoplacista los liberales, y sectores civiles y militares, que en 1939 recurrirían a la figura de Estigarribia para enfrentar la crisis de la república liberal, y también de manera autoritaria –no totalitaria– como ocurriera un poco antes, en 1936.

Si se recuerda la cita de Gramsci –vide ut supra– se constatará que una salida probable a las crisis orgánicas del Estado, en las formaciones sociales del mundo contemporáneo, y desde los sectores dominantes, es decir, a partir de la reacción, no de lo “reaccionario”, era el recurso al líder carismático, que el revolucionario italiano consideraba un intento de mantener vigente el pasado. Desde la cárcel fascista en la que escribe Gramsci, en los años de las décadas de los veinte y treinta del siglo pasado, es posible su conclusión.

Nada en la vida de Franco –exitoso estratega y táctico y jefe combatiente, y líder nacionalista no chovinista, de honesto presidente provisorio, y, antes y después, de digno exiliado paraguayo en países vecinos, o ya de regreso como opositor no participacionista bajo el autoritarismo del general Alfredo Stroessner– permite pensar siquiera en un instante de deslumbramiento totalitario, comunista o nazi-fascista en Franco y tampoco en Estigarribia. Líderes cada uno de dos tiempos de una misma coyuntura histórica, la de la crisis recurrente del “Estado” liberal de la posguerra chaqueña, Franco y Estigarribia adoptaron decisiones políticas autoritarias, creyendo que así podrían revertir tan dramático proceso de la historia contemporánea del Paraguay. En la realidad, sin embargo, no cuentan de manera decisiva las intenciones, como sí los hechos y sus consecuencias.




JLSG
Asunción, a martes 6 de noviembre de 2012
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Código del artículo: HHL2

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