Cuento de José Luis Simón G.
(A Lucho León,
hermano)
Salió de la ducha y
tras secarse cogió la bata azul regalo de Carola, la que ella misma solía usar
cuando se quedaba a dormir.
Antes de dejar el baño, contempló un rostro adusto reflejado en el espejo del botiquín: sobre ambas patillas muchas hebras finísimas, blancuzcas y grises reflejaron todas las vidas que cabían en sus 35 años recién cumplidos. Pero no era eso lo que le producía el visible fastidio. Al menos estaba lejos de ser la causa más importante del abismo profundo –laboriosamente trabajado por interminables oleadas de desasosiego– que sentía abrirse últimamente en su interior, con una consistencia casi física ante la certeza de lo inevitable.
Apenas había regresado al departamento esa tarde, cuando otra vez percibió impotente lo que en cierta ocasión a duras penas pudo definir desde el diván como un “agrio ramalazo espiritual”. Le brotaba desde el fondo del estómago, abarcándole inmediatamente todo el tronco, hasta extenderse con un frío metálico, cortante, por sus extremidades. Siempre era igual: la angustia cobraba intensidad a medida que pasaban las horas, mientras de manera inexorable el oro de las tardes se deslizaba hacia pendientes de sombras, surgidas puntualmente al llamado de misteriosas órdenes.
En los momentos culminantes de la aflicción, le parecía como si millones de microscópicos pedacitos de él mismo estuvieran tratando de abandonar su propio cuerpo, abriéndose paso violentamente hacia el infinito del universo a través de órganos y músculos y tejidos. Temía, entonces, que su piel reventara por todas partes y le aterraba la idea de desparramarse en la gelatinosa materia del vacío total de la realidad que ahora abría sus fauces en pleno baño.
–No tengo tiempo que perder –dijo en voz alta intentando sobreponerse.
La determinación le dibujó una sonrisa escéptica en los labios, que aun cuando apenas duró unos segundos, no le pasó desapercibida. Sin embargo, al final restó toda importancia al asunto. Es que debía decidirse sin pérdida de tiempo. En unos minutos más. Hoy estaba seguro: ahora sí, enseguida, haría lo que hasta el momento había podido diferir por las más variadas razones, mediante las cuales pudo de disfrazar miles de veces el pánico que era producto de la imperiosa obligación de pasar a la acción de una vez por todas. Definitivamente.
Todavía tuvo tiempo de echar una mirada rápida al espejo, velado en partes por el vapor, antes de abandonar el cuarto de baño para dirigirse al estudio. Una vez allí, se sentó detrás de la mesa grande de roble adquirida con el desvencijado sillón Voltaire en Tacora, el santuario público de los reducidores limeños, que le servía de escritorio también. Pero no estuvo quieto mucho rato: enseguida fue a colocar un disco –el soberbio concierto número cuatro para piano, de Beethoven, interpretado por Arrau, que tanto le gustaba escuchar a Carola las veces que hacían el amor– y regresó a la silla. Segundos después volvió a levantarse, esta vez para cortar las ramas secas del enorme helecho bostoniano que, al costado del amplio ventanal, extendía hacia todas partes sus largos tentáculos de pulpo vegetal. Terminada la poda, musitando ensayó una justificación a todas luces infantil:
–Tenía que hacerlo hace siglos.
Luego, durante unos minutos, se entretuvo observando la copia de un grabado con formas geométricas de Colombino, colgado al lado de una reproducción de un Szyslo de su primera época, la más abstracta, que le pareció algo inclinada y se acercó a enderezarla, aunque con la íntima convicción de estar perdiendo tiempo en trivialidades para alejarse de lo fundamental. En ese momento descubrió muchos libros desalineados en los estantes de la biblioteca y le tentó la obsesión vanamente perfeccionista de ponerlos en orden, pero se contuvo haciendo un esfuerzo que se le ciñó a la voluntad, de igual manera que lo hace en cualquier cuerpo una camisa de talle tres veces menor.
Por suerte, la fresca brisa marina empezó a soplar y eso tuvo la virtud de reanimarlo. Generalmente, el viento salobre, de cochayuyo dulzón, llegaba envuelto en el estallido de las olas al chocar con la playa artificial de cantos rodados, y el oloroso rumor penetraba por completo su departamento en el noveno piso del malecón Armendáriz. Del otro lado del ventanal hacia la derecha, un tanto sesgadamente, el mar extendía un amplísimo manto verdoso y celeste grisáceo, y lejos, sobre la línea del horizonte, el sol se ponía, convertido en una dorada y semirrojiza moneda, con los polos ligeramente achatados, antes del diario ritual de su desaparición en el amanecer del otro lado. Ninguna nube borroneaba el cielo encendido y con optimismo pensó que su mente estaba también despejada, lista para el momento de decisión.
Fue en ese instante cuando, volviendo a sentarse, atrajo hacia sí la mesita rodante, sacó la funda de la IBM, y colocó una hoja en el rodillo, extrayéndola de un ordenado rimero sobre el cual el viejo .38 dejaba caer todo el lastre del mortífero metal negro. Los libros, revistas, carpetas con la correspondencia por contestar, y el huaco de cerámica Chimú con el rostro aborigen de protuberante nariz, ocupaban los lugares que les había destinado sobre la mesa como jefe del pequeño ejército de escritorio. Constató que igualmente el retrato de su familia tenía el sitio de siempre, al lado de esa foto de Carola, en la playa de Ancón, deliciosa arena besándola, que tanto le gustaba por su expresión a la vez soñadora y sensual.
–Me la tomé pensando en ti –le había explicado ella el día que se la regaló, al poco tiempo de iniciada la relación–. Tú me inspiraste.
Pero la evocación fue fugaz, como si nada pudiera ya detenerlo. Aparentemente, porque cambió de silla por otra “más cómoda”, y entonces disfrazó su nerviosismo de incontenibles deseos de tomar tereré: de la mesita plegable acercó el azafate ocupado por la jarra aregüeña de barro, la guampa (hecha pacientemente por Francisco, en los días sin segundos de Tacumbú) con la yerba y la bombilla. En cámara lenta ejecutó el rígido ceremonial para preparar la infusión: inclinó la guampa y la agitó boca abajo impidiendo con la mano que se derramara, mientras los palos iban al fondo. De la jarra vertió en el recipiente de asta de vacuno el agua ligeramente fría mezclada con jugo de limón y hojas maceradas de palto. A través de la bombilla sorbió el primer tereré.
Simultáneamente –la tarde ya había expirado en noche cerrada– encendió la lámpara articulada del escritorio sin dejar de saborear la infusión. Sintió el sabor amargo que le inundaba la boca y recordó que en su país tomaba tereré (durante las tórridas siestas veraniegas, tiempo inmovilizado bajo la gaseosa lava amarilla en que se convertía la atmósfera por los rayos del sol) en casa de Jazmín, antes de regresar al trabajo, luego de la pausa del medio día.
Eso le trajo a la memoria que debía varias cartas que no pudo escribirlas durante la mañana, pues luego de la entrevista al ministro en Torre Tagle salió precipitadamente hacia la conferencia de prensa en el Congreso, de donde se marchó bastante tarde, y con tiempo justo para, para ir al “Vivaldi” de Miraflores a encontrarse con Carola que le había convidado a almorzar. Terminado de hacerlo la dejó en San Antonio y pasó por “Rocinante” a retirar “Justine” y las “Trampas de la fe”. De la librería de los exiliados uruguayos regresó directamente a su departamento. Al llegar no guardó en la cochera el escarabajo, que quedó estacionado sobre el pavimento del malecón, y subió veloz para darse una ducha caliente y…
Entonces se dio cuenta que en media hora más, a las veintidós y treinta, tenía que pasar por la Universidad a buscar a Carola, y levantándose con rapidez para ir al dormitorio a vestirse, evitó mirar la máquina de escribir con su propio vacío convertido en hoja en blanco. Al bajar, luego, en la caja metálica del ascensor, pensó angustiado:
–Mañana, mañana será el día. Mañana, de todas maneras, empezaré la novela.
Antes de dejar el baño, contempló un rostro adusto reflejado en el espejo del botiquín: sobre ambas patillas muchas hebras finísimas, blancuzcas y grises reflejaron todas las vidas que cabían en sus 35 años recién cumplidos. Pero no era eso lo que le producía el visible fastidio. Al menos estaba lejos de ser la causa más importante del abismo profundo –laboriosamente trabajado por interminables oleadas de desasosiego– que sentía abrirse últimamente en su interior, con una consistencia casi física ante la certeza de lo inevitable.
Apenas había regresado al departamento esa tarde, cuando otra vez percibió impotente lo que en cierta ocasión a duras penas pudo definir desde el diván como un “agrio ramalazo espiritual”. Le brotaba desde el fondo del estómago, abarcándole inmediatamente todo el tronco, hasta extenderse con un frío metálico, cortante, por sus extremidades. Siempre era igual: la angustia cobraba intensidad a medida que pasaban las horas, mientras de manera inexorable el oro de las tardes se deslizaba hacia pendientes de sombras, surgidas puntualmente al llamado de misteriosas órdenes.
En los momentos culminantes de la aflicción, le parecía como si millones de microscópicos pedacitos de él mismo estuvieran tratando de abandonar su propio cuerpo, abriéndose paso violentamente hacia el infinito del universo a través de órganos y músculos y tejidos. Temía, entonces, que su piel reventara por todas partes y le aterraba la idea de desparramarse en la gelatinosa materia del vacío total de la realidad que ahora abría sus fauces en pleno baño.
–No tengo tiempo que perder –dijo en voz alta intentando sobreponerse.
La determinación le dibujó una sonrisa escéptica en los labios, que aun cuando apenas duró unos segundos, no le pasó desapercibida. Sin embargo, al final restó toda importancia al asunto. Es que debía decidirse sin pérdida de tiempo. En unos minutos más. Hoy estaba seguro: ahora sí, enseguida, haría lo que hasta el momento había podido diferir por las más variadas razones, mediante las cuales pudo de disfrazar miles de veces el pánico que era producto de la imperiosa obligación de pasar a la acción de una vez por todas. Definitivamente.
Todavía tuvo tiempo de echar una mirada rápida al espejo, velado en partes por el vapor, antes de abandonar el cuarto de baño para dirigirse al estudio. Una vez allí, se sentó detrás de la mesa grande de roble adquirida con el desvencijado sillón Voltaire en Tacora, el santuario público de los reducidores limeños, que le servía de escritorio también. Pero no estuvo quieto mucho rato: enseguida fue a colocar un disco –el soberbio concierto número cuatro para piano, de Beethoven, interpretado por Arrau, que tanto le gustaba escuchar a Carola las veces que hacían el amor– y regresó a la silla. Segundos después volvió a levantarse, esta vez para cortar las ramas secas del enorme helecho bostoniano que, al costado del amplio ventanal, extendía hacia todas partes sus largos tentáculos de pulpo vegetal. Terminada la poda, musitando ensayó una justificación a todas luces infantil:
–Tenía que hacerlo hace siglos.
Luego, durante unos minutos, se entretuvo observando la copia de un grabado con formas geométricas de Colombino, colgado al lado de una reproducción de un Szyslo de su primera época, la más abstracta, que le pareció algo inclinada y se acercó a enderezarla, aunque con la íntima convicción de estar perdiendo tiempo en trivialidades para alejarse de lo fundamental. En ese momento descubrió muchos libros desalineados en los estantes de la biblioteca y le tentó la obsesión vanamente perfeccionista de ponerlos en orden, pero se contuvo haciendo un esfuerzo que se le ciñó a la voluntad, de igual manera que lo hace en cualquier cuerpo una camisa de talle tres veces menor.
Por suerte, la fresca brisa marina empezó a soplar y eso tuvo la virtud de reanimarlo. Generalmente, el viento salobre, de cochayuyo dulzón, llegaba envuelto en el estallido de las olas al chocar con la playa artificial de cantos rodados, y el oloroso rumor penetraba por completo su departamento en el noveno piso del malecón Armendáriz. Del otro lado del ventanal hacia la derecha, un tanto sesgadamente, el mar extendía un amplísimo manto verdoso y celeste grisáceo, y lejos, sobre la línea del horizonte, el sol se ponía, convertido en una dorada y semirrojiza moneda, con los polos ligeramente achatados, antes del diario ritual de su desaparición en el amanecer del otro lado. Ninguna nube borroneaba el cielo encendido y con optimismo pensó que su mente estaba también despejada, lista para el momento de decisión.
Fue en ese instante cuando, volviendo a sentarse, atrajo hacia sí la mesita rodante, sacó la funda de la IBM, y colocó una hoja en el rodillo, extrayéndola de un ordenado rimero sobre el cual el viejo .38 dejaba caer todo el lastre del mortífero metal negro. Los libros, revistas, carpetas con la correspondencia por contestar, y el huaco de cerámica Chimú con el rostro aborigen de protuberante nariz, ocupaban los lugares que les había destinado sobre la mesa como jefe del pequeño ejército de escritorio. Constató que igualmente el retrato de su familia tenía el sitio de siempre, al lado de esa foto de Carola, en la playa de Ancón, deliciosa arena besándola, que tanto le gustaba por su expresión a la vez soñadora y sensual.
–Me la tomé pensando en ti –le había explicado ella el día que se la regaló, al poco tiempo de iniciada la relación–. Tú me inspiraste.
Pero la evocación fue fugaz, como si nada pudiera ya detenerlo. Aparentemente, porque cambió de silla por otra “más cómoda”, y entonces disfrazó su nerviosismo de incontenibles deseos de tomar tereré: de la mesita plegable acercó el azafate ocupado por la jarra aregüeña de barro, la guampa (hecha pacientemente por Francisco, en los días sin segundos de Tacumbú) con la yerba y la bombilla. En cámara lenta ejecutó el rígido ceremonial para preparar la infusión: inclinó la guampa y la agitó boca abajo impidiendo con la mano que se derramara, mientras los palos iban al fondo. De la jarra vertió en el recipiente de asta de vacuno el agua ligeramente fría mezclada con jugo de limón y hojas maceradas de palto. A través de la bombilla sorbió el primer tereré.
Simultáneamente –la tarde ya había expirado en noche cerrada– encendió la lámpara articulada del escritorio sin dejar de saborear la infusión. Sintió el sabor amargo que le inundaba la boca y recordó que en su país tomaba tereré (durante las tórridas siestas veraniegas, tiempo inmovilizado bajo la gaseosa lava amarilla en que se convertía la atmósfera por los rayos del sol) en casa de Jazmín, antes de regresar al trabajo, luego de la pausa del medio día.
Eso le trajo a la memoria que debía varias cartas que no pudo escribirlas durante la mañana, pues luego de la entrevista al ministro en Torre Tagle salió precipitadamente hacia la conferencia de prensa en el Congreso, de donde se marchó bastante tarde, y con tiempo justo para, para ir al “Vivaldi” de Miraflores a encontrarse con Carola que le había convidado a almorzar. Terminado de hacerlo la dejó en San Antonio y pasó por “Rocinante” a retirar “Justine” y las “Trampas de la fe”. De la librería de los exiliados uruguayos regresó directamente a su departamento. Al llegar no guardó en la cochera el escarabajo, que quedó estacionado sobre el pavimento del malecón, y subió veloz para darse una ducha caliente y…
Entonces se dio cuenta que en media hora más, a las veintidós y treinta, tenía que pasar por la Universidad a buscar a Carola, y levantándose con rapidez para ir al dormitorio a vestirse, evitó mirar la máquina de escribir con su propio vacío convertido en hoja en blanco. Al bajar, luego, en la caja metálica del ascensor, pensó angustiado:
–Mañana, mañana será el día. Mañana, de todas maneras, empezaré la novela.
JLSG
Asunción, a 9 de setiembre de 2012
Nota al pie de página:
Este cuento, en su versión original fue terminado en Lima (Perú), en marzo de
1983, cuando rumbo a Buenos Aires estaba a punto de abandonar el país andino,
tan profundamente arraigado en mi corazón al cabo de siete años de refugio
político allí. Otros relatos y páginas testimoniales y periodísticas de esa
época, y en diversos escritos posteriores, también me permitirán compartir mi
vida desde Lima, mis recorridos del Perú y mis exploraciones del mundo a partir
de ese extraordinario país multinacional y pluricultural, por ende, que tan
estoicamente supo soportar a un exiliado paraguayo JLSG.
Ya de regreso al Paraguay (llegué un
24 de marzo de 1984, el día de la inconstitucional y liberticida clausura de
“abc color”, que a la postre ayudara a sacar del olvido internacional en que se
refugiaba provechosamente el régimen autoritario del general Alfredo
Stroessner, por entonces de tres décadas de duración, y gracias también a la
ominosa complicidad y silencio de potencias mundiales democráticas, pero no
tanto, sobre todo más allá de sus fronteras), con mentalidad de inmigrante
empecé a trabajar para ganarme la vida honestamente, y entre mis actividades de
esa época figuró el periodismo local, muchas veces recurriendo al seudónimo, y
lentamente abriéndome paso con mi propio nombre, desde las páginas de “Última
Hora” (UH), por ejemplo, como colaborador externo, misérrimamente pago (¡ganaba
5.000 guaraníes por artículo!), y casi nunca puntualmente, porque a su
infatuado propietario de entonces, y debido a ello director del medio, como a
gran parte de los integrantes de las tan precarias “élites” paraguayas, les
encantaba ser prepotentes con las
personas a las que empleaban y a quienes podían hacer sentir sus mínimos
poderes acomplejados, los de gentes muy ricas y hechas así de cualquier modo,
sin cultura casi y humillados a diario en la sumisión al “único líder de
entonces”.
Como sea, no agrede quien quiere si
uno no se lo permite, y empecé a publicar semanalmente mis materiales, entre
ellos varios cuentos, dos de los cuales ahora acabo de encontrar en un archivo
familiar recuperado. El cuento apareció publicado en “el correo semanal” de UH,
la revista del periódico, en el segundo semestre de 1984 o primero de 1985. Se
lo dediqué a “Lucho León, hermano”, un querido amigo ya desaparecido, quien
anclado por una parálisis infantil en una silla de ruedas, sin jamás arredrarse
debido a tal discapacidad, se atrevió a desafiar todo lo desafiable, y jamás
trepidó en experimentar los excesos que la vida le permitía, entre ellos el de
la lectura y escritura, actividades que abandonaba desde los atardeceres, para
convertirse en un auténtico bohemio noctámbulo… Hoy vuelvo a difundir por medio de la red este cuento, como empezaré a hacer con otras
obras narrativas, la mayoría de ellas inéditas, mientras avanzo en unos intentos
novelísticos todavía inconclusos, sobre la OPM, por ejemplo, o acerca de Roque
Vallejos, poeta y ser humano transido de dolores cósmicos, y finalmente
sacrificado en el altar supremo de la injusticia en el Paraguay, imperante en
uno de nuestros poderes fácticos del aparato de Estado nacional. La versión que
ahora difundo está apenas ligeramente
corregida, en muy pocas partes, debido a errores materiales de los
componedores, que pasaron las vallas de los correctores. Entonces, salvo
poquísimas excepciones, este texto es copia fiel del original, que apenas esté
en formato pdf lo subiré a la red, para que quienes así lo desean puedan
compararlo con esta versión.
Código de artículo-cuento: RR78
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